No, no voy a hablar de Japón, ni de los japoneses, o por lo menos no sólo de ellos. Hace mucho que no tienen la exclusiva de la obsesión fotográfica. Más que nunca, somos presa de una desesperada necesidad de dejar constancia, hacer registro, levantar acta de cada uno de nuestros movimientos por el mundo. No de hacer la foto que nos asalta de repente, o esa otra que cazamos nosotros tras acecharla un buen rato, o a veces varios días. No, eso no. Se trata de hacer diez fotos de cada puta piedra que vemos, de cada amanecer, puesta de sol, cafetería típica, estación de tren, fiesta o concierto por el que pasemos. Cumpleaños infantil (ay, si Dante los hubiera conocido antes de describir el infierno…), doscientas fotos. Fin de semana en balneario, trescientas. Puente largo en la costa o casita rural, quinientas. De los cruceros, viajes de una semana o lunas de miel, mejor ni hablamos, porque ahí ya nos lanzamos a las cercanías del millar. Desde luego, tiene que ver con la facilidad de las cámaras digitales, claro, pero también con esta tontuna tan comentada de las redes sociales, de la vida contada en tiempo real, sin procesar, sin digerir y, perdónenme la leve exageración, sin vivir. Y es que sabemos bien que todo lo que nos pasa no está igual de vivido, pero en este tiempo todo, absolutamente todo, está igual de contado, documentado, compartido. ¿Cómo saber entonces qué importaba y qué no? ¿Dónde estuvimos realmente y por dónde sólo pasamos? ¿Qué nos dejó algún poso, algún desafío o pregunta, y qué resbaló por el teflón de nuestra sensibilidad sobreestimulada? No hablo ya de esa tontería de ser viajero o ser turista. Todos somos turistas, sin excepción, a estas alturas. Pero ser turista no tiene que significar, necesariamente, ser gilipollas, aunque a veces pueda parecerlo.
Aunque ahora algunos no pueden permitírselo –quizá antes tampoco, pero no lo sabían- , eso no cambia sus deseos y expectativas: muchos, muchas veces, quieren viajar por “haber viajado”, como muchísima gente lee (lo dice, no recuerdo dónde, Prieto de Paula, como siempre sabiamente) por “haber leído” y, sacrilegio sin par, los hay que follan por “haber follado”. Como si la vida fuera una gymkana de gilipollez donde ir poniendo cruces en las pruebas superadas. De ahí que se nos estén llenando los suplementos literarios y las librerías de escritores que no quieren escribir, sino ser escritores, haber escrito. Lo de menos es el disfrute del momento, la dificultad, el proceso, el vértigo. Lo importante es la foto de después, la entrevista, la promoción, el twitter de los cojones. Pero volvamos a los viajes. Unos ejemplillos de esta tontería que os cuento. Es posible escuchar (juro que lo he oído) a quien, en Roma, ¡en Roma!, decidió no bajar del barco en un crucero, “porque ya había estado”. O a quien te mira mal si dices que en tus visitas a Nueva York nunca fuiste a las torres gemelas, o en París a Versalles, y te mira desde la atalaya de su superioridad, de regreso de un viaje extenuante donde en tres días no dejó nada por marcar, donde reprodujo fielmente en su cámara digital la guía/lista de tareas, y te mira pensando,” ¿y qué coño hiciste tantos días? “, “vaya pérdida de tiempo y dinero”. Lo curioso es que esa desfachatez toca también a algunos de los que se dicen ”alerta contra la masa y sus hábitos”, de modo que siempre, curiosamente, encuentran un momento mágico o especial donde se supone que debían encontrarlo. La puesta de sol en la playa de Bolonia (que sí, que es cojonuda, quién lo duda), la noche en el desierto, ese restaurante o café decadente que en las guías o en las webs garantiza el atisbo pintoresco, la sensación “auténtica”. Sin pensar que ya lo llevábamos puesto, el momento mágico, o sería muy raro que nos esperara justo, para nuestra conveniencia, en esas tres horitas que nos quedaban antes de seguir la gymkana. Que sólo faltaba una muchacha con sombrero y un cartel con flecha que dijera “Momentos mágicos ”. Un puesto con “Souvenirs de su momento mágico”. “Audioguía de su momento mágico”. Se da el caso de alguien que tuvo que ir al baño y se perdió su momento mágico porque ya había que poner en el GPSla dirección del restaurante decadente.
Y ahora les tengo que dejar, que van a hacerme unas fotos unas chicas muy guapas y muy listas de Saitama porque quieren documentar que han visto al Cascarrabias Típico que sale en sus guías de viaje. Voy a ensayar mi mejor sonrisa, una que pueda disimular mi frustración y acritud inabarcables: es la que ya todos conocen como Sonrisa Javier Arenas. Verás cuánto tardo en llenar Facebook y Mixi.