Hay mucha gente que no compra lotería. Nada que objetar. Pero es que muchos de ellos no compran porque va contra sus principios (lo juro, lo he oído): unos, porque es un fracaso de la inteligencia; otros, porque es un mecanismo represor indirecto del capitalismo a los trabajadores. Hay quien no va a la playa por principios. Como lo oís. Quien, por principios, no toma antibióticos, o hace un esfuerzo denodado para pasarlo mal en Navidad. Los hay que no leen nada escrito por un autor premiado, por alguien que publique en tal o cual periódico, o incluso los que dicen que ellos solo leen clásicos, que no leen a ningún autor que esté vivo (os prometo que sí, que me han dicho esto sin despeinarse). Una vez un muchacho, inteligente y limpio por lo demás, me espetó que no valía la pena, a estas alturas de la historia literaria, leer nada que no estuviera escrito bajo los efectos de una droga. Decenas de aspirantes a poeta han afirmado, en mi presencia, que no leen nada que no sea comprometido, que no esté escrito para “cambiar el mundo”, así, modestamente. Hay quien dice que el Quijote está sobrevalorado, y que García Márquez no es para tanto. Pero no todo es literatura. Hay principios insobornables que impiden a algunos tener teléfono móvil, o Facebook, o asistir a una boda (de la corbata no hablemos, que genera un aluvión de solidísimos principios en contra). Hay quien abomina del voto, o de los sindicatos, porque la pureza de sus principios les mantiene lejos de cualquier contaminación. Hay, lo juro, así se me caiga el poco pelo que me queda, gente que por ser coherente no escucha a tal grupo o cantante, aunque le guste, porque ha opinado algo equivocado, ha triunfado con un disco o, desliz imperdonable, ha cambiado de estilo.
Ya sé qué piensan: que tanta energía, tanta determinación serían dignas de mejor causa. Pero hay algo más. El corolario, la consecuencia lógica de tanto principio es que toda esa gente cree en la coherencia individual, que es como creer en el Monstruo del Lago Ness o en la Inmaculada Concepción pero con menos iconografía y más caída de ojos. Desde aquí hago un llamamiento, aunque sea un llamamiento discreto, a los que tienen por compañía la tibia razón, que pocas veces construye principios inconmovibles: no nos dejemos avasallar, defendamos nuestra tímida incoherencia y la fragilidad o inexistencia de nuestros graves principios, cuando no sean los narrativos. Tengamos el valor de decir estamos hartos de tanta certeza, de tanta fatuidad, de tantas ganas de distinguirse, justificarse, envanecerse. Que pueden hacerse un collar con sus principios, ponérselo al cuello para que todos lo veamos, pero dejándonos en paz disfrutando de no tener criterio…
Terminaría esta entrada con un par de palabras malsonantes, con una cita bien traída, o con algo gracioso y que cerrara el texto como un broche brillante, pero no voy a hacerlo, porque va contra mis principios…
Como dijo una vez el gran Groucho Marx: 'Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros'. No seré yo el que añada algo más tras el maestro.
ResponderEliminarHe llegado aquí por causalidad. Quería escribir casualidad pero se me ha ido la tecla sin querer. Ya lo dejo así, que queda hasta bien.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, gracias por el artículo.
Causalidad y Casualidad, primas hermanas (¿o eran primas de riesgo? Ya no estoy seguro de nada). Un saludo y bienvenido/a por aquí.
ResponderEliminar